"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 16 de febrero de 2017

¿Quién es Jesucristo? Y para ti... ¿Quién es...?



Conoce el amor y la misericordia de Dios sobre ti, y no habrá nada más importante en tu vida.

La respuesta la da San Pedro cuando contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»

Viniendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Ellas; otros, que Jeremías u otro de los profetas. Y El les dijo: Y vosotros: ¿Quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. (Mt. 16, 13-16)

No ha habido en la historia de la humanidad persona tan controvertida como Jesucristo.

Ya se ve claro en la respuesta que dan los discípulos a la pregunta del Maestro: Para unos es un personaje importante: Juan el Bautista, Elías, Jeremías u otro de los profetas. Nunca ha negado nadie -salvo algún fanático sectario- que Jesús ha sido un hombre importante en la historia humana. Alguien con una personalidad capaz de arrastrar tras sí a la gente, no sólo en su tiempo, sino siempre.

Lo que no todos son capaces de descubrir es la razón íntima por la que Jesús atrae. La respuesta la da San Pedro cuando contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» Para ello hace falta -como Jesús le dice a Pedro- que lo revele el Padre eterno. Hace falta la fe, que es un don de Dios.

No se puede entender a Jesucristo si no se cree que ese hombre, que llamamos Jesús de Nazaret, encierra en sí mismo un misterio: La Segunda Persona divina, el Verbo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre al asumir la naturaleza humana.

Ya sabemos que en la mentalidad del judaísmo de la época de Jesús se estaba esperando próximamente al Mesías. La mujer samaritana -que no era ninguna mujer culta- le dice a Jesús: sé que está para venir el Mesías. La profecía de Daniel y otras sobre el tiempo de la venida del Mesías coincidía aproximadamente con estos años.

En estas circunstancias aparece en Galilea Jesús de Nazaret. Juan el Bautista, que tenía un gran prestigio entre todos los judíos de su tiempo -hasta Herodes le escuchaba con gusto-, da testimonio a favor de Jesús. Le llama «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Este es de quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre que es más que yo, porque existía antes que yo Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que ha de bautizar en el Espíritu Santo. Y yo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios» (Jn. 1, 30-34)

Comienza Jesús a predicar y su predicación está llena de misericordia para con todos. Su doctrina es una doctrina de perdón y compasión. Enseña que Dios ama a todos los hombres y que incluso los pecadores pueden alcanzar el amor de Dios, si se convierten. El pueblo piensa y dice de él, que «nunca nadie ha hablado como este hombre» (Jn. 7, 46) porque hablaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Y es el mismo Jesús quien en la sinagoga de Nazaret, después de leer una profecía de Isaías referente a los tiempos del Mesías, dice: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc. 4, 21) Su doctrina va acompañada de abundantes milagros, movido por la compasión que sentía: sanar enfermedades, resucitar muertos, multiplicar la comida, etcétera.

No es de extrañar, por tanto, que la gente sencilla y los de corazón abierto le tuvieran por el Mesías esperado. Efectivamente, ¿qué mejor rey se podía tener que uno para quien no habrá problema de carestía ni de hambres? ¿Qué mejor rey que quien puede curar a los enfermos y resucitar a los muertos? ¿Quién puede gobernar mejor a un país, que un hombre que da muestras de tal sabiduría? Por todo esto no es de extrañar que en una ocasión, después de haber dado de comer a cinco mil hombres con unos pocos panes y peces, quieran proclamarle rey.

Indudablemente, a Jesús le seguía la masa del pueblo, compuesta en su mayoría por gente sencilla y humilde: ¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en Él? Pero esta gente que ignora la Ley, son unos malditos(Jn. 7, 48-49) Es verdad que también algunos personajes importantes le siguieron, y aunque al principio con miedo, luego no tuvieron reparo en confesarse amigos suyos a la hora de su muerte. Así fueron Nicodemo, José de Arimatea y otros.

Estas gentes sencillas, que frecuentemente eran despreciadas por los orgullosos fariseos, ven con buenos ojos la doctrina de Jesús. Unos le seguían, efectivamente, movidos por su doctrina aunque no la entendían plenamente, como pasó con sus discípulos. Otros le seguían porque les daba de comer; otros porque hacía milagros.

Posiblemente algunos también le seguían por gratitud, al haber sido curados.

Ciertamente su bondad, su trato exquisito para con los débiles del mundo y severo para con los que obraban injustamente, serían motivos para que las masas le siguiesen.

¿Quién es para ti Jesucristo? Hoy te hace la misma pregunta que a los apóstoles y lo único que quiere es oir tu respuesta de amor. Conoce el amor y la misericordia de Dios sobre ti, y no habrá nada más importante en tu vida.
Por: P. Enrique Cases

miércoles, 15 de febrero de 2017

Las consecuencias del pecado



Pecado
Los pecados, aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento espiritual, y no dejan alcanzar la santidad.

–«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
–Ése es, según el P. Amorth, el octavo sacramento para la salvación.
Si pensamos que «en Dios vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28), y que es Él quien «actúa en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13), pareciera que resistir en nosotros la acción de Aquel  que nos está dando el ser y el obrar, rechazarle, ofenderle, preferir nuestra voluntad a la suya, es decir, pecar, podría producir en nosotros el aniquilamiento de nuestro ser, una recaída en la nada. Sin embargo, no es así, sino que durante la vida presente, tiempo de gracia y de conversión, la misericordia de Dios aguanta nuestra miseria, ofreciéndonos siempre a quienes rechazamos su don por el pecado la gracia de la conversión y del per-don.
Ya en el párrafo anterior se expresa por qué y cómo el pecado causa efectos pésimos. Pero si describimos estos efectos, eso nos ayudará a entender la condición horrible del pecado. Es como si una persona nos explicara la fuerza destructora de una bomba. Lo entenderíamos más o menos. Pero si nos llevara a un lugar donde esa bomba, no más grande que una botella, redujo a escombros un edificio de veinte pisos, será entonces, viendo las ruinas, cuando acabemos de enterarnos del poder destructor de la bomba.
Consideremos, pues, las consecuencias del pecado, que siempre son terribles en sí mismas.

* * *
–El pecado original produjo en el hombre y en el mundo tremendas consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, dejó al hombre bajo el influjo del Demonio y enemigo de Dios; y «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511; cf. Orange II: Dz 371, 400). Deterioró, pues, profundamente toda la naturaleza humana, despojándola de la santidad e integridad en la que había sido creada, inclinándola al mal, ofuscando la razón, debilitando la voluntad, trastornando gravemente las sensaciones, pasiones y sentimientos. Hizo del hombre un mortal, un viviente deudor de la muerte. Al mismo tiempo, la creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén 3,17), quedando sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).
Por tanto, el pecado está siempre en el origen de los innumerable sufrimientos y maldades de la humanidad, y de cada hombre, a lo largo de los siglos. Y estará hasta que vuelva el Cristo glorioso y sujete todas las cosas «a quien a Él todo se lo sometió, y Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
–El pecado mortal separa al hombre de Dios, y lo deja, si es cristiano, como un miembro muerto del Cuerpo místico de Cristo, como un sarmiento de la santa Vid que está muerto, sin vida y sin fruto; lo desnuda del hábito resplandecien­te de la gracia, y profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras –aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos revivir (STh 111,89,5)–. El pecador, sujeto a Satanás, se hace por el pecado mortal merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)…
El pecado aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al desfigurar en ella la imagen de Dios. Los hombres por el pecado «sirvieron a las criaturas en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25), y de ahí vinieron sobre él todos los males que les aplastan (1,25-33). El pecador, por su pecado, dice San Agustín, «se aparta de Dios, que es la luz verdadera, y se vuelve ciego. Todavía no siente la pena, pero ya la lleva consigo» (Sermón 117,5). «¿Te parece pequeña esta pena? ¿Es cosa baladí el endurecimiento del corazón y la ceguera del entendimiento?» (In Psalmos 57,18). «Como el cuerpo muere cuando le falta el alma, así el alma muere cuando pierde a Dios. Y hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente; pero la del alma es voluntaria» (In Ioannis 41,9-12; cf. Rm 7,24-25).
El Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí mismo, está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su prójimo. Estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada, porque sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa escribe: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere, Florencia, Giunti 1940, I,105-106).
El pecado, con inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata, al separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado, deshecho del todo» (Sal 37,4-9).
La condición monstruosa del pecador ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa escribe: «No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo esté mucho más… Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar». Todo el hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan los sentidos! Y las potencias [razón, memoria, voluntad] ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!… Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,1-5).
–El pecado venial no mata al hombre, pero le debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no llega a separarle de él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales podrían resumirse en estas cuatro 1.–Refuerzan la inclinación al mal, dificultando así el ejercicio de aquellas virtudes que, con los actos buenos e intensos, debieran haberse acrecentado. 2.–Predisponen al pecado mortal, como la enfermedad a la muerte, pues «el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho» (Lc 16,10). 3.–Nos privan de muchas gracias actuales que hubiéramos recibido en conexión con aquellas gracias actuales que por el pecado venial rechazamos. Uno, por ejemplo, rechazando por pereza la gracia de asistir a un retiro espiritual, se ve privado quizá de unas  luces o de un encuentro personal que hubieran sido decisivos para su vida. Los pecados veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias actuales de gran valor. 4.–Impiden así que las virtudes se vean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es decir, nos frenan decisivamente en nuestro caminar hacia la perfección evangélica, es decir, hacia la santidad. Sobre todo, claro está, cuando son plenamente deliberados y más si son habituales o frecuentes. Insistiré en esto:
* * *
Los pecados, aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento espiritual, y no dejan alcanzar la santidad. Dios nos ha manifestado muy claramente que quiere que seamos plenamente santos; que crezcamos día a día en la vida de su gracia. Lo dice Yahvé en el AT: «sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo» (Lev 20,26). Lo dice en el NT nuestro Señor y Salvador: «sed perfectos, como vuestro Padres celestial es perfecto» (Mt 5,48). Lo dice igualmente el Apóstol: «ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3). ¿Por qué, entonces, son numerosos los cristianos que dejaron de ser malos, y son no pocos los que perseveran habitualmente en la vida de la gracia y son buenos, pero son tan pocos los que van más adelante hasta ser perfectos y santos? La causa próxima es evidente:
Falta la buena doctrina y faltan guías espirituales idóneos, que de verdad ayuden al cristiano para que, conociendo el pésimo efecto de los pecados, combata hasta los más chicos, comprendiendo que si no lo hace, nunca llegará a la santidad, por más que multiplique sus Misas, rosarios, oraciones, reuniones, apostolados, retiros y ejercicios espirituales, obras benéficas, etc. Cuántos cristianos hay que no conocen los caminos de la perfección evangélica, que les falta doctrina verdadera para adelantar por esos caminos, y que incluso son frenados por sus mediocres guías. Los grupos cristianos mediocres y los directores espirituales ineptos pueden ayudar a ser buenos, pero suelen frenar para ser santos. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida 23,6-18; 30,1-7).
Ella cuenta que durante diecisiete años (¡17 años!, ya en el convento), «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Perf. 5,3). Mucho le duelen a ella aquellos años de andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros pecados– tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; lo mismo dice San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).
Ya se ve que si el paso de ser malo a ser bueno exige milagros de la gracia de Dios, conversiones admirables que con relativa frecuencia conocemos, el paso de ser bueno a ser santo requiere milagros aún mucho mayores, sin comparación menos frecuentes, pues los santos canonizables son muy pocos.
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No se conoce el gran daño que los pecados pequeños causan en la vida espiritual. Se piensa que como son pecados chicos, causan perjuicio chicos. Y eso es falso, como bien lo explica el P. Lallement, S. J. (+1635):
«Es extraño ver a tantos religiosos» que no llegan a la perfección evangélica «después de haber permanecido en estado de gracia cuarenta o cincuenta años», con misa y oración diarias, ejercicios piadosos, obediencia, pobreza y castidad, etc. «No hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que se vean en ellos sus efectos… Si estos religiosos se dedicasen a purificar su corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los pecados más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).
Tengamos también conciencia de que nuestros pecados, aunque sean chicos, hacen mucho daño a los demás: a la comunión de los santos, debilitando su vitalidad y fuerza, y concretamente a nuestros hermanos más próximos. ¿Nos damos cuenta del daño que los mismos pecados veniales hacen a nuestros prójimos, tanto en lo espiritual como en lo material? Pondré algunos ejemplos.
Un cristiano practicante, de vida espiritual mediocre, con muchas concesiones al mundo, causa gran daño espiritual en los suyos. Un hombre, con su frivolidad, y a causa de ciertas ligerezas, puede perjudicar mucho a una muchacha, causándole graves daños. Una mujer, con su desorden, su impuntualidad o su charlatanería, un día y otro día, puede llevar a su marido al borde de la desesperación. Un jefe de taller o de oficina, que se deja llevar por sus manías, puede hacer que el trabajo sea diariamente para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un negocio, levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por las pequeñas negligencias de un tarambana que lo dirige, o por su orgullo personal, que le impide consultar lo debido. El mal genio ocasional de un cura confesor puede alejar de la confesión e incluso de  la Iglesia a una persona de poca fe. Un joven, que por vanidad, conduce su moto con imprudencia, puede matar a un niño…
Las culpas pueden ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir, la gravedad de los pequeños pecados puede ser apreciada por la importancia de los males que a veces producen. Y aún son mucho más terribles, por supuesto, los daños causados por los pecados mortales.
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–Consecuencias del pecado en la vida presente. Son muy grandes. Por eso todos ellos, grandes o chicos, deben ser evitados como la peste. Y por eso es muy grande la importancia del examen de conciencia, del arrepentimiento intenso y de las obras penitenciales, pues cuanto más profunda es la conciencia del propio pecado, la contrición por el mismo y las penitencias realizadas para satisfacer por las culpas, más concede Dios la reducción o incluso la anulación de la pena temporal contraída por los pecados. La contrición, sobre todo, con la gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar, despedazar) en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal. Por eso la compunción, es decir, la actualización frecuente del arrepentimiento, y la reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta importancia para el crecimiento espiritual.
–Consecuencias del pecado en el purgatorio, aunque la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en el purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales no redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte, por muy leves que éstos fueren.
Enseña el Catecismo: «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (1030); es decir, para poder llegar a la visión beatífica de Dios. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Recordaré un caso:
Sta. Margarita María de Alacoque (+1690), muy devota de las benditas almas del Purgatorio, cuenta en su Autobiografía:  «Estando en presencia del Santísimo Sacramento el día de su fiesta, se presentó repentinamente delante de mí una persona, hecha toda fuego, cuyos ardores tan vivamente me penetraron, que me parecía abrasarme con ella. El deplorable estado en que me dio a conocer se hallaba en el Purgatorio, me hizo derramar abundantes lágrimas.
«Me dijo que era el religioso benedictino que me había confesado una vez y me había mandado recibir la comunión, en premio de lo cual Dios le había permitido dirigirse a mí para obtener de mí algún alivio en sus penas. Me pidió que ofreciese por él todo cuanto pudiera hacer y sufrir durante tres meses, y habiéndoselo prometido, después de haber obtenido para esto el permiso de mi Superiora, me dijo que la causa de sus grandes sufrimientos era, ante todo, porque había preferido el interés propio a la gloria divina, por demasiado apego a su reputación; lo segundo, por la falta de caridad con sus hermanos, y lo tercero, por el exceso del afecto natural que había tenido a las criaturas y de las pruebas que de él les había dado en las conferencias espirituales, lo cual desagradaba mucho al Señor».
Durante esos tres meses la Santa, ella misma lo cuenta, sufrió mucho, «obligada a gemir y llorar casi continuamente […] Al fin de los tres meses le vi de bien diferente manera: colmado de gozo y gloria, iba a gozar de su eterna dicha, y dándome las gracias, me dijo que me protegería en la presencia de Dios. Había caído enferma; pero, cesando con el suyo mi sufrimiento, sané al punto» (98). Ahí tienes ustedes las consecuencias de pecados a los que tantas veces apenas damos importancia.
–Consecuencias del pecado en el infierno. Recordaré escuetamente lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia:
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados se designa con la palabra infierno» (1033). 
Consecuencias del pecado en el cielo. Los efectos negativos del pecado llegan incluso al cielo, donde tienen una consecuencia eterna, aunque sólo sea en forma negativa. La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo y su poder de intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente al grado de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. En este sentido los pecados, también los veniales, que impidieron una mayor crecimiento en la santidad, aunque estén perdonados y purificados, pueden dar al bienaventurado un grado de felicidad eterna que, siendo plena en todos ellos, será menor que el de lo más santos… Apenas tenemos palabras para tratar de estos temas, pero aunque sea veladamente, estas verdades y realidades nos han sido reveladas:
Hablando San Pablo del «esplendor de los cuerpos celestiales» dice que «uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor» (1Cor 15,40-41).
Por: José María Iraburu

martes, 14 de febrero de 2017

Escuchar con los ojos



Dios se revela en la Palabra que necesita ser escuchada, para que nazca la fe y se dé el cambio en la persona.

Había oído la expresión hablar con los ojos, pero nunca había visto escuchar con los ojos, si se puede decir así. Y es cierto; lo vi en una misa, en directo, en la catedral de san Agustín.

El P. Rene Robert hablaba a los sordomudos en su lenguaje. Cuando él callaba, Maureen Ann Longo traducía a los presentes. Johnny Mayoral, que hacía de monaguillo, tenía una traductora para él sólo. Al presenciar esta maravilla de comunicación pensé que Dios habla a cada uno acomodándose a nuestro lenguaje.

El Señor se complace en aquellos que escuchan su palabra y los colma de bendiciones (Gn 22,17), da vida al alma (Is 55,1-3) y establece su morada en medio de su pueblo (Lv 26,12). Escuchar a Dios es la fuente de la felicidad y de la vida. Hemos de escuchar a Dios en el momento presente y llevar lo que se escucha a la vida.

Dios nos escucha en silencio y propone el mismo método para escucharle. "Dios es la Palabra y, al mismo tiempo, el gran Oyente, que acoge nuestras palabras dispersas, despeinadas, inquietas, y les va restituyendo su profundidad. Quien se ha ejercitado en oír y escuchar el Silencio es capaz de entender lo que no es dicho", dice Melloni.

Dios habla, se revela, pero hace falta que alguien recoja su palabra lanzada. Dios se revela en la Palabra que necesita ser escuchada, para que nazca la fe y se dé el cambio en la persona. La fe nace de la escucha.

El Señor constantemente suplica a su pueblo que le escuche: "Escucha, Israel" (Dt 6,4). "Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios" (Jr 7,23). "Éste es mi hijo muy amado... Escuchadlo" (Mc 9,7). La escucha es la condición primera y fundamental para el amor de Dios, y es este amor a Dios el mejor fruto que se puede conseguir. Todo el afán de la Sabiduría será llevar al creyente a la escucha.

Escuchar supone abandonarse en fe, esperanza y amor, tener la misma actitud de Abraham, Samuel y María. La escucha requiere confianza en los interlocutores.

Quien es de Dios escucha a Dios (Jn 8,47) y ha de escuchar al pobre, al huérfano y al necesitado (St 5,4). Escuchar la voz del Señor es no endurecer el corazón (Hb 3,7). Quien escucha al Señor encontrará vida en su alma (Is 55,2-3). Todo el que es de Dios escucha sus palabras (Jn 8,47) y las pone en práctica (Mt 7,26). Todo el que pertenece a la verdad escucha su voz (Jn 18,37).

Dios me habla hoy, a mí, en este mismo momento. Él quiere dialogar conmigo. Me ofrece su vida y su amistad.

Quien quiera tener vida deberá alimentarse de todo lo que sale de la boca de Dios, tendrá que escucharlo "hoy" y grabarlo en el corazón.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro

lunes, 13 de febrero de 2017

¿Qué ha traído Jesús al mundo?



Me ha traído la esperanza, el perdón, la salvación, el Amor...me ha traído a Dios.

Cada generación se siente invitada a ponerse ante Jesús de Nazaret para preguntarse: tú, ¿quién eres?

Después de 2000 años, también nosotros sentimos la necesidad de resolver la pregunta sobre Jesucristo, sobre su Persona, sobre su Misión, sobre su Obra.

El Papa Benedicto XVI concreta aún más la pregunta para nuestro tiempo, para nuestro mundo sumergido en guerras, pobreza, injusticias, miedos. “¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?” (Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret”, p. 69).

La respuesta surge desde una experiencia profunda, desde la oración que descubre en Jesucristo al Salvador del mundo. “La respuesta es muy sencilla: a Dios. [Jesús] ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos...” (“Jesús de Nazaret”, pp. 69-70).

Ante Cristo toda la historia humana adquiere su sentido más profundo, más pleno. Los reinos humanos, los imperios poderosos, los que triunfan en el dinero o en el poder, pasan y se esfuman, uno tras otro. En silencio, con una presencia humilde, con una fuerza pacífica, la gloria de Dios sigue entre nosotros, supera la contingencia del tiempo, ofrece esa salvación auténtica que cada hombre desea con ansiedad inextinguible.

Desde que Jesús ha traído a Dios, todo es distinto. “Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (“Jesús de Nazaret”, p. 70).

¿Qué ha traído Jesús al mundo? La pregunta puede hacerse en primera persona: ¿qué ha traído Jesús para mí, para mi familia, para mis amigos, para la ciudad y la nación en las que vivo? La respuesta también se hace en singular: me ha traído la vista, me ha traído la esperanza, me ha traído el perdón, me ha traído la salvación, me ha traído el Amor, me ha traído a Dios...

En la marcha diaria hacia lo eterno, Jesús nos acompaña, nos guía, nos levanta, nos cuida. Como el apóstol santo Tomás, abrimos el corazón lleno de alegría para decir, ante tanto Amor, unas palabras de fe humilde y total: “Señor mío y Dios mío”...
Por: P. Fernando Pascual LC